martes, 25 de diciembre de 2012

Prehistoria e Hispania


PREHISTORIA/EDAD ANTIGUA
Los primeros habitantes de la Península Ibérica pertenecían a la segunda oleada de la humanidad (mucho más evolucionada) y se suponen procedentes de la zona ecuatorial y del lejano oriente.

En el Mesolítico se produjo una paulatina diferenciación de los habitantes de la península en áreas geográficas homogéneas (momento del arte rupestre levantino).
La llegada de las innovaciones neolíticas se datan a comienzos del tercer milenio.

Las culturas del Hierro se localizan en el primer milenio.
La penetración celta se hizo a través de los Pirineos, los celtas, procedentes de la zona del Danubio, ocuparon la Península hasta el Tajo y el Júcar, difundieron  la metalurgia del hierro y se fundieron con los indígenas a los que se impusieron como casta guerrera.

Su carácter integrador se aprecia en los procesos de aculturación y mestizaje con los pueblos indígenas.
Se produjeron sucesivas oleadas inmigratorias celtas (desde el 900 a.C. hasta el 570 a.C.) El apogeo de la civilización celta se sitúa entre el siglo VI y II a.C. Parece probado su intento de apoderarse de la toda la Península mediante un proceso de mestizaje y aculturación lo que les llevó a una progresiva integración con las culturas ibéricas. Poseían una firme organización política, social y militar. Su lengua debió desplazar a las indígenas mucho más primitivas. Cultivadores del trigo a gran escala. Su aportación más novedosa la utilización de metales. En el siglo V el mosaico étnico peninsular se encontró unificado por la cultura celta (pura en el noroeste y con un mestizaje biológico y una simbiosis cultural cuanto más se avanza hacia el sur y este).

La cultura Ibérica se encontró plenamente formada en torno al siglo V a. d. C. y se localizó principalmente en el litoral mediterráneo desde Cataluña hasta Andalucía.

De Iberos y Celtas sólo sabemos que sus lenguas y su actitud  ante la vida eran distintas. Entre los iberos y celtas y los futuros hispánicos median, al menos, 1000 años.

Necesitados de suministro metalífero para su comercio, griegos y fenicios encontraron en la Península Ibérica un verdadero tesoro de cobre, estaño, oro y sobre todo plata (...)
Desde el siglo XII a.C. y IX a C. se producen una serie de fundaciones fenicias en las costas europeas y africanas hasta llegar a las extremo occidentales, donde la más importante fundación fue Cádiz.
Se trazaron rutas marítimas con un eminente sentido comercial, proveyendo de metales a los grandes imperios militaristas que eran sus principales clientes. Cádiz (Gadir) fue la más importante fundación fenicia en el Mediterráneo Occidental, cercana a las ricas minas auríferas, argentíferas y cupríferas, en una auténtica encrucijada comercial.
El comercio de la plata, sobre todo, alcanzó una importancia inusitada enriqueciendo tanto a los comerciantes de Tiro como a sus corresponsales de Gadir y los intermediarios indígenas para el comercio interior que se extendía a las zonas actuales del Extremo Duero conectando con las rutas marítimas y terrestres del estaño.
Con el eje de Cádiz el comercio fenicio se relacionó con Tartessos “puerta de entrada que dio paso al influjo oriental en España y preparó la mentalidad comercial en las proximidades del Estrecho de Gibraltar, así como a las regiones del extremo duriense.
Toda esta zona, conectada comercial y financieramente con el Mediterráneo, origina una fecunda mentalidad -entendida ésta como una actitud psicológica que origina reacciones colectivas equivalentes y semejantes- hasta constituirse en una identidad.”

Iberia (denominación griega) y sus habitantes entraron en la Historia a través de las colonizaciones griegas y fenicias.
El inicio de las colonizaciones fenicias puede datarse al comenzar el primer milenio (la fundación de Cádiz se produjo alrededor del 1.100 a de JC.).

Las colonizaciones griegas, aunque iniciadas en las mismas fechas, fueron especialmente significativas en el siglo VI a. de C. (cuando los Helenos se dirigieron a la Península desde el Asia Menor o desde sus colonias de Italia, Magna Grecia y Provenza).
La decadencia de Tiro hizo que los navegantes griegos intentaran sustituir a los fenicios en el comercio del Mediterráneo occidental.
Desde finales del siglo VIII habían alcanzado las islas Baleares y desde allí pasaron a las costas mediterráneas de la Península (fundación de Rosas, Marsella, Ampurias, Denia, Málaga.
La influencia cultural griega sobre las tribus indígenas autóctonas de Andalucía, Levante, Cataluña y curso del río Ebro (que reciben el apelativo genérico de cultura ibérica) fue importante.
Estas tribus estaban dispersas y faltas de un sentido unitario

 Los cartagineses y romanos descubrieron el valor político de Hispania (denominación romana).
La colonización cartaginesa fue la continuadora de las colonizaciones fenicias, Roma continuó la obra colonizadora de Grecia. (en el 535 a. C. se produjo la definitiva delimitación de zonas de influencias entre éstas corrientes colonizadoras).
El tratado firmado entre Cartago y Roma reconocía a la primera el monopolio comercial en el Mediterráneo occidental, a cambio Cartago se comprometió a no hostigar a los aliados de los romanos siempre que éstos no traspasasen la línea del Cabo de Palos en la Península Ibérica.

En el siglo III a.C. se volvieron a cuestionar las áreas de influencia de Roma y Cartago en el Mediterráneo occidental.
Consecuencia del enfrentamiento entre ambas (segunda guerra púnica) la península Ibérica adquirió, por primera vez, una relevancia geoestratégica de primer orden.
 Los romanos, vencedores en la disputa, incorporaron a Hispania de forma definitiva a la estructura de su imperialismo expansivo.
En la “España” prerromana la población estaba cantonalizada y fuertemente marcada por las influencias orientales, mediterráneas y culturales de raíz indoeuropea.
La península Ibérica presentaba rasgos primitivos salvo en aquellas zonas en las que la influencia cultural y económica de los extranjeros había sido más intensa (zona andaluza y mediterránea).

La incorporación de la península a Roma, a pesar de su diversidad, provocó reacciones violentas en sus habitadores y se produjo una cierta uniformidad en la común voluntad de independencia respecto al  poder exterior que pretendía su sometimiento (portador de novedades y de expropiaciones a favor de los extranjeros).
Si bien es cierto que los habitantes peninsulares vivían entre sí como extranjeros, su común respuesta ante lo que consideraron agresión exterior les dio una cierta conciencia de sí mismos y les hizo solidarios; en su actuar no existían motivaciones de carácter patriótico, como en algún momento se ha pretendido plantear.
Los indígenas iniciaron una resistencia general en todo el ámbito peninsular, sus pueblos, pese a sus profundas divergencias políticas y culturales reaccionaron unánimemente ante la conquista de sus tierras, castros y aldeas.
La conquista de la Meseta fue mucho más difícil y costosa que la de la región mediterránea, donde la antigua tradición de intercambio comercial con pueblos extranjeros había creado en los indígenas un hábito de convivencia.
En la zona costera los que se había producido en realidad era la lucha de dos grandes potencias que buscaban el monopolio comercial y la explotación de la riqueza minera y agraria

Roma fue creando progresivamente un marco que posibilitó una relativa unidad política, económica y cultural de Hispania y de sus habitantes.

ROMANIZACIÓN:
La agregación de Hispania a Roma fue más rápida y fácil en Andalucía y Levante (regiones de más fácil acceso y habituadas a las influencias exteriores); en una segunda etapa se inició la incorporación de la Meseta (Numancia 133 a.C.) y hacia finales de la primera centuria se so­metieron relativamente cántabros y astures.
Tras esta progresiva incorporación se produjo un entronque de la economía hispánica en el intenso comercio del Mediterráneo (metales, vinos, cereales, aceites...).
Roma financió importantes redes de obras públicas en el suelo peninsular. Las tierras más ricas, pertenecieron al Emperador o a las oligarquías municipales, fueron explotadas con mano de obra esclava.
El terreno conquistado era propiedad del Estado aunque sólo en parte fue administrado de forma directa por Roma; el resto se repartió entre las aristocracias locales en calidad de posesores y actuaron como intermediarios entre las depauperadas masas in­dígenas y la potencia conquistadora.
Se originó en Hispania un latifundismo agrario de base esclavista (fundamentado en la existencia de obreros a jornal que sufrían un sistemático paro estacional) cuyo beneficio recayó sobre los primitivos jefes tribales peninsulares y los funcionarios romanos agentes de la romaniza­ción.

 En la Hipania Romana la ciudad terminó imponiéndose al campo y el litoral a la zona centro peninsular.
Las ciudades ejercieron su influencia sobre un determinado territorio y esto originó un cierto provincialismo.
El sistema de explotación económica impuesto por Roma se centró en las ciudades en cuanto núcleos de mercado, de actividad productiva, de  administración y de recaudación de impuestos.
Estas ciudades estuvieron en manos de las oligarquías municipales que obtenían su riqueza de la explotación de minas, de la agricultura y del comercio.
Esta clase social privilegiada, fundamentalmente urbana, se sometió a la administración romana, asumió la cultura del Imperio que le servía de fundamento a su situación de poder y le otorgaba el control de una sociedad hispánica de tipo colonial y que ponía en sus manos las principales fuentes de riqueza del país (explotaciones agrícolas, mineras, termales, etc.).

La gran mayoría de la población peninsular (en torno a los seis millones de habitantes)  fue propensa al  rechazo de un sistema jurídico que les sometía a sus señores (bien como esclavos o como colonos).
La mayor parte de la población campesina era indígena y estuvo obligada al pago de impuestos.
El proceso de latinización fue muy lento y diverso,  (paulatinamente produjo la desaparición de las lenguas indígenas, sólo subsistió el vasco). Exceptuando en el sur y en levante,  más romanizados, pervivieron en la península durante largo tiempo las creencias indígenas.
El gran elemento de unidad e integración del territorio de Hispania fue la lengua latina que hizo desaparecer la pluralidad lingüística prerromana.
El latín hizo posible que los hispanos pudiesen entenderse todos entre sí y aunque las lenguas originarias se conservaron durante mucho tiempo, sobre todo en los medios rurales, en las ciudades predominó el latín y acabó por desplazar enteramente las lenguas primitivas.
El latín fue la lengua hispanorromana y primera lengua común a muy diversos países. Fue además el instrumento apto para el derecho, las relaciones jurídicas, la liturgia católica, la filosofía, etc.
La lengua latina superó el plurilingüismo tribal e hizo posible la comunicación de todos los hispanos.

El Derecho Romano y el latín pronto fueron adulterados por los campesinos en formas propias regionalmente diferenciadas.
El uso del latín (en cuanto vehículo de comunicación cultural entre los pueblos indígenas), la asimilación del derecho romano y la organización de la vida municipal  hicieron posible la recreación de una nueva sociedad: la hispana, la de los hispanos.
Esta sociedad hispanorromana pervivió en muchos aspectos esenciales  en la sociedad hispanogoda.

El proceso romanizador fue lento y presentó distinta intensidad según las regiones peninsulares.
La romanización fue un fenómeno complejo, no tuvo un carácter uniforme, se diferenció claramente del proceso de conquista militar, fue más intensa en las ciudades  y no produjo una uniformización de la Península Ibérica y tampoco originó su unidad.
En las ciudades se forjó la vertebración de Hispania en la cultura mediterránea y en ellas fue surgiendo una conciencia común que vinculaba las ideas de Roma e Hispania (la mentalidad hispanorromana que tradujo una forma de vida, un sistema de comunicación cultural y una afirmación de occidentalismo vinculado a una lengua común: el latín.

A través de esta romanización, Roma impuso en Hispania su superestructura político-administrativa e implantó en ella una nueva estructuración social y la integró, en beneficio propio,  en el sistema económico del Mediterráneo.
A través de la organización administrativa, la red de ciudades y el sistema de vías de comunicación, Roma creó en la Península una importante estructura de integración.

La romanización supuso la conversión de Hispania en provincia romana y de sus habitantes libres en ciudadanos romanos.
Fue la primera unidad territorial que dio origen al nacimiento de una España sin fronteras, excepto las administrativas que no suponían división política, ni de identidad cultural ni de mentalidad colectiva.
Roma dio a Hispania, sobre todo, una estructura política que poco a poco borró la heterogeneidad tribal para homogeneizar el conjunto. Ello dio origen a una idea política unitaria, los derechos ciudadanos crearon una situación de unidad de derechos.
La imagen historiográfica de una Península Ibérica unificada penetró en las mentalidades de las generaciones hispanorromanas.
Además Roma estableció en Hispania un sistema de urbanización y creo una red de ciudades enlazadas en la práctica administrativa y en una política social integradora.
En su creación se conjugaron la promoción económica de áreas de interés, razones estratégicas y preventivas.
La red de vías de comunicación, propósito nada fácil, sirvió de nexo de unión de todo el conjunto peninsular y de éste con Roma (primero con propósitos militares, después económicos y finalmente políticos).

La verdadera marcha hacia una personalización histórica de Hispania se produjo a partir de las crisis del siglo III
Motivada por la escasez de esclavos, por el aumento de la presión fiscal y de los gastos militares, por la aceleración del proceso de concentración de la riqueza, por el debilitamiento del comercio, por la escasez de moneda, las devaluaciones sucesivas de ésta y por una creciente inflación, por la inseguridad de las invasiones y la progresiva ruralización y por la debilidad política.

La destrucción y saqueo de las principales ciudades plantearon la necesidad de rehacer el esquema que había estado vigente hasta entonces.
Fue surgiendo progresivamente un nuevo tipo de sociedad  que, aunque también estuvo sujeta a los más poderosos, ahora lo era a través de vínculos de servidumbre jurídica y personal.
La sucesiva difusión del cristianismo resultó ser un importante elemento de cohesión entre los habitantes de Hispania.
Las primeras comunidades cristianas se desarrollaron en los núcleos urbanos más importantes y romanizados.
Su doctrina constituyó un verdadero revulsivo social (rechazar el culto al emperador, exaltar la pobreza, no establecer distinciones entre las personas atendiendo a su personal estatuto jurídico, combatir la esclavitud).
Hasta el 313 d.  C. el cristianismo no fue un elemento aglutinador de los habitantes de Hispania hacia Roma (aunque habitualmente así se le haya presentado) pues éste significaba un sentimiento hostil frente a ésta y era, a la vez, un elemento de disidencia que aunaba a los desheredados frente al sistema.

A partir de Constantino (Edicto de Milán), la Iglesia colaboró estrechamente con el poder político. Los Obispos, grandes latifundistas, formaron parte de las oligarquías municipales.

A partir del siglo IV la Iglesia se convirtió en el reducto de autoridad y universalismo que había impuesto Roma y el Imperio sobrevivió a sí mismo en Hispania por este motivo.
El cristianismo, introducido con el latín y apoyado en la cultura hispanorromana, completó la obra de romanización y dio unidad religiosa a Hispania.
Desde el siglo IV la Iglesia unida al Imperio se convirtió en el núcleo más importante de la idea de autoridad y doctrina.

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