viernes, 22 de febrero de 2013

Melilla



Por CARLOS SECO SERRANO, de la Real Academia de la Historia
HOY, 9 de octubre, se cumplen quinientos cinco años de la incorporación de Melilla a la Corona de Castilla -o, mejor dicho, a la Monarquía española, ya unificada por los Reyes Católicos-. La empresa, encomendada por los Monarcas a la Casa ducal de Medinaceli, y llevada a cabo por Pedro de Estopiñán, pretendía, por lo pronto, crear en un lugar estratégico -en la costa abierta frente a la del reino granadino, al otro lado del mar- un bastión defensivo opuesto a la ofensiva turca, ya lanzada al Mediterráneo occidental. Digo crear porque en el momento de su ocupación por Estopiñán, Melilla era una localidad indefensa, prácticamente abandonada por el señor de Tremecén, en cuyos dominios se alzaba, y próxima al lugar en que había tenido su asiento, siglos atrás, una próspera factoría fenicia: Russadir.

La fundación y fortificación de Melilla fue el primer jalón de una soñada prolongación de la Reconquista al otro lado del Estrecho -ya iniciada por los portugueses en Ceuta, desde 1415-. Porque antes de que el Islam inundase el norte de África, en ese amplio espacio geográfico que hoy conocemos como el Magreb, se había desplegado, tras su triunfo sobre Cartago, una de las provincias del Imperio Romano, donde floreció no sólo la cultura clásica, sino uno de los focos más eminentes de la cristiandad temprana -me remito al espléndido libro de Noé Villaverde Vega Tingitania en la antigüedad tardía, editado por la Real Academia de la Historia (2001)-. La Península Ibérica y Tingitania habían sido, como diócesis del Imperio, las dos mitades de un ámbito común; y volverían a serlo con la Monarquía visigoda. Luego, sobrevenida la invasión islámica, y a lo largo de toda la Edad Media, el empeño de reunir esas dos mitades vino repitiéndose, ya impulsado desde el Norte -el Califato de Córdoba en su mejor momento- ya desde el Sur, con la crecida expansionista de los grandes Imperios africanos: almorávides, almohades, benimerines...

Pero a lo largo del siglo XV el último gran Imperio africano había ido desmoronándose; mientras que la situación anterior al siglo VIII se había restablecido en la Península Hispánica, precisamente en los momentos en que el peligro común a «las dos mitades» llegaba desde Oriente, encarnado por el Imperio turco.

Cuando la extinción final de los benimerines dio paso a la fundación de una nueva monarquía por la dinastía alauita -lo que sería el reino de Marruecos que ha llegado hasta nosotros-, su aspiración de lograr un dominio sobre los ámbitos alcanzados por los viejos Imperios bereberes hubo de atenerse al hecho de que el designio restaurador se había adelantado ahora desde la romanidad cristiana, encarnada por las dos grandes potencias peninsulares: era la imagen renacida de Tingitania, como proyecto, frente al intento de restablecer las fronteras extremas alcanzadas por los Imperios bereberes. No sabemos cómo se hubiera desarrollado la historia posterior de no haberse producido la desviación del interés de España hacia la inmensa empresa americana.

Pero Melilla -como Ceuta, incorporada a España tras la «unión ibérica» lograda por Felipe II- se convertiría, a lo largo de los siglos, en símbolo de españolidad y de continuidad con una historia milenaria, siempre al margen del reino alauita. En el pasado más próximo -el del siglo XX- es significativo que el nombre de Melilla apareciera, en tres ocasiones, en la primera plana de todos los rotativos europeos, estrechamente identificado con tres episodios capitales en la historia de España: 1909 -con ocasión de la llamada «guerra de Melilla» y sus gravísimas repercusiones posteriores: la Semana Trágica barcelonesa, la represión maurista, la ferrerada...; 1921 -el tristemente célebre desastre de Annual (por fortuna compensado luego con la ejemplar reconquista conducida por Berenguer, pero origen a su vez de la dictadura primorriverista). Y 1936 -punto de arranque de nuestra lamentable guerra civil, que en Melilla se adelantó al 17 de Julio-. Últimos, pero importantes acontecimientos de un largo proceso histórico, pautado por la tenacidad y el heroísmo: un proceso iniciado en los últimos años del siglo XV -cuando, como ya he advertido, no había iniciado aún su «ascenso» la monarquía alauita, diseñadora del actual reino de Marruecos-, en una coyuntura histórica estudiada magistralmente por el profesor Suárez Fernández. Pero si Melilla fue entonces como un atrevido desafío a la amenaza turca, y una garantía de seguridad para el occidente mediterráneo, hoy sigue siendo la avanzada de Europa -de la libertad, de la técnica, del progreso-: un faro de luz que contrapone el siglo XXI a los últimos baluartes del Medioevo. Y de nuevo se da en ella la convivencia de razas y credos que reproduce, en nuestro tiempo, lo que Toledo fue, para España y para Europa, en el lejano siglo XII.

Cuando me refiero a Melilla -por muchas razones vinculada a mi biografía personal, aunque yo no naciera en ella (sólo soy, gracias a la generosa iniciativa del actual presidente de la Comunidad, señor Imbroda, «melillense de honor»-, evoco siempre, como una síntesis de lo que la ciudad ha sido a lo largo del tiempo -carne de España-, el «mensaje» de su camposanto, verdadero museo histórico, en el que se alzan los mausoleos de las distintas armas y los osarios de las campañas que jalonan la historia contemporánea de Melilla: 1894 (la guerra de Margallo), 1909, 1921, Monte Arruit, la ruta de la reconquista, Alhucemas... En aquel remanso de paz, que parece una gran terraza perfilada en sus murallas sobre el azul del mar y el azul del cielo, queda simbolizada, como un compromiso de honor y de lealtad hacia esas sagradas reliquias de sacrificio y de heroísmo, la perenne españolidad de Melilla en los siglos futuros.
 

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