viernes, 17 de mayo de 2013

La guerra civil española estuvo arrimada por un violento y apasionado patriotismo en ambos lados (Julian Marias).



He insistido con la máxima energía en los aspectos negativos, en la infinita torpeza, en la culpabilidad de los promotores de la guerra, en la anormalidad que la constituyó.
Pero una vez «en guerra», una vez estallada y, de momento, inevitable, era menester en alguna medida tomar partido, preferir un beligerante al otro aunque los dos pareciesen torpes, violentos, injustos, condenables.
He dicho preferir, es la condición de la vida humana; no se aprueba, no se estima, no se apetece, no gusta necesariamente lo que se prefiere; el que prefiere la operación a la peritonitis no tiene la menor complacencia en lo preferido; el que salta por una ventana para escapar a las llamas no tiene nada a favor del salto: simplemente le parece el mal menor.
A ambos lados, innumerables españoles sintieron que había que combatir para salvar a España; incluso los que pensaban que en todo caso caminaban hacia su perdición, creían que uno de los términos del dilema era preferible, que el otro era más destructor, o más injusto, o más irremediable o irreversible.
Añádase la propaganda, la retórica bélica, el contagio del entusiasmo positivo de los que lo sentían, el horror hacia las maldades -demasiado ciertas- del enemigo.
Al cabo de unos meses, millones de españoles estaban enloquecidos, sin duda, pero llenos de entusiasmo patriótico, dedicados a destruir España por amor de ella.
Especialmente los muy jóvenes, que soportaron más que nadie el peso y el sufrimiento de la guerra;
y las mujeres, que sólo en mínima proporción la habían querido, que la padecían en mil formas;
y, en general, las personas sencillas, sin influencia en la vida colectiva, con un mínimo de responsabilidad, sujetos pasivos de todas las manipulaciones.

La guerra suscitó la movilización de enérgicas virtudes:
*.- la capacidad de sacrificio,
*.- la generosidad,
*.- la hermandad,
*.- la impavidez frente al dolor o la muerte,
*.- el heroísmo.
Se puede pensar -se debe pensar- que todo aquello estaba mal empleado, que tal cúmulo de virtudes, tal capacidad de esfuerzo, aplicados a algo inteligente y constructivo habrían puesto a España en pocos años en la cima de su prosperidad y plenitud, en lugar de dejarla cubierta de escombros, campos asolados, muertos, mutilados, prisioneros, odiadores y criminales.
Pero esto no debe ocultar la evidencia de que los españoles extrajeron de su fondo último una impresionante suma de energía, resistencia y entusiasmo.
Los mitos se acumularon en ambas zonas.
*.- La justicia social,
*.- la redención del proletariado,
*.- la revolución universal,
*.- la civilización cristiana,
*.- la unidad de la patria desgarrada,
*.- el orden,
*.- la familia.
Poco importa que, en nombre de todo eso, se cometieran atroces violaciones de lo mismo que se pretendía defender.
El mito que tuvo más aceptación y cultivo fue el de la independencia.
La presencia de combatientes italianos y alemanes en la zona «nacional», de las brigadas internacionales y «consejeros» soviéticos en la «republicana», fueron suficientes para que se hablase en las dos de «invasión» (la presencia de los moros en el campo «nacional» dio lugar a muy sabrosos comentarios, y obligó a desarrollar con muchos circunloquios el tema de la «Cruzada».
Al cabo de algún tiempo, la propaganda de ambas zonas hablaba como si algunos españoles, por casualidad, combatiesen en el lado de enfrente, meros «cómplices» de los invasores extranjeros.
Esto era, como es notorio, una absoluta falsedad, pero servía para oscurecer el hecho cierto e incontrovertible de la manipulación de los españoles por los gobiernos de Italia, Alemania y la Unión Soviética, de su influencia decisiva en la génesis de la guerra y en su desarrollo.
Y cuando pasó el peligro, cuando uno de los bandos logró la victoria, cuando ya no fue necesaria esa propaganda y convenía más otra, la de la solidaridad totalitaria entre Berlín, Roma y Madrid, sus conexiones durante la guerra fueron proclamadas y aireadas por los vencedores y sus aliados; basta con leer los periódicos de abril y mayo de 1939, las noticias y los comentarios de los que en ellos escribían lo que tal vez prefieren olvidar.
Todo esto funcionó de manera decisiva en el desenlace de la guerra.
En diversas ocasiones, más entre los republicanos que entre sus enemigos, había habido deseos y hasta intentos de terminarla por un convenio o arreglo, por una paz.

*.- La derrota de los italianos en Brihuega -de la que, si no me engaño, se alegraron incluso muchos españoles de la zona «nacional»- fue un primer momento oportuno, pronto frustrado.
*.- (La detención del ejército hasta entonces victorioso a las puertas de Madrid hubiera sido la gran ocasión, pero la situación global en noviembre de Í936 la hacía imposible.)
*.- La toma de Teruel por los republicanos, en el invierno 1937-38, fue quizá la oportunidad más favorable, pero los partidarios de la paz eran débiles y fueron barridos de ambos lados.

Desde poco después, la suerte de la guerra estaba echada: la República estaba derrotada -es decir, lo que quedaba de la República, lo que se seguía llamando así-, y el final era cuestión de tiempo. ¿Sólo de tiempo? De miles de muertes, destrucción, pérdidas, dolor.

Aquí funcionó una vez más el aspecto más repulsivo de todo este proceso.
*.- Del lado «republicano» -y nunca más justificadas las comillas dubitativas-, se decidió la prolongación a ultranza de la guerra, aunque estuviese enteramente perdida, porque ese era el interés del «proletariado universal», al cual se podían sacrificar otras cien mil vidas españolas.
*.- Del lado «nacional» se inventó la funesta fórmula -usada en 1945 por los vencedores de la guerra mundial- rendición sin condiciones, lo cual quería decir «victoria sin vencidos», sin conservarlos como sujeto del otro lado del desenlace de la guerra, destruyendo así lo que esta pueda tener de civilizado.

La historia del mes de marzo de 1939, nunca bien contada, de la cual soy quizá el último viviente que tenga conocimiento directo desde Madrid, es la clave de lo que la guerra fue en última instancia.
Un análisis riguroso de lo que sucedió en ese mes, de lo que se hizo y se dijo, arrojaría una luz inesperada sobre los aspectos más significativos de la contienda y sobre las posibilidades -destruídas- de la paz.
Tal vez algún día intente presentar mis recuerdos y mis documentos de esas pocas semanas decisivas, que se pueden simbolizar en el nombre admirable de Julián Besteiro.
No se entiende el final de la guerra si no se tiene presente que en el lado republicano, y especialmente en Madrid, había un heroico cansancio, después de dos años y medio de asedio, hambre, frío, bombardeos y cañoneos diarios, condiciones de vida que tal vez ninguna ciudad haya soportado tan estoicamente y durante tanto tiempo.
Creo que se llegó a producir una peculiar solidaridad entre los madrileños, más allá de sus divisiones ideológicas y sociales, de la persecución que muchos habían 'padecido -ferozmente en los primeros cuatro meses, con menos encarnizamiento después-; sólo esto explicaría la conducta de los madrileños que se sentían vencedores cuando la guerra terminó, tan superior por su generosidad y tolerancia a la del ejército de ocupación que entró en Madrid, sin lucha, el 28 de marzo, y sobre todo a la de los funcionarios políticos que tomaron posesión de la capital en los meses siguientes.

En la zona republicana, además de cansancio había una infinita desilusión.
Se sentían burlados, engañados, manipulados, utilizados por los más representativos de sus dirigentes.
Además, desde el 5 al 28 de marzo se les había dicho la verdad-caso único desde julio de 1936 hasta fines de 1975-.
Los vencidos se sabían vencidos, y lo aceptaban en su mayoría con entereza, dignidad y resignación; muchos pensaban -o sentían confusamente- que habían merecido la derrota, aunque esto no significara que los otros hubiesen merecido la victoria.

Los justamente vencidos; los injustamente vencedores.
Esta fórmula, que enuncié muchos años después, que resume en seis palabras mi opinión final sobre la guerra civil, podría traducir, pienso, el sentimiento de los que habían sido beligerantes republicanos.
Sobre este suelo se pudo edificar la paz.
Si así se hubiera hecho, si se hubiese establecido una paz con todos los españoles, vencedores y vencidos, distinguidos pero unidos, con papeles diferentes pero igualmente esenciales, al cabo de poco tiempo la guerra hubiese desaparecido tras el horizonte, como el sol poniente, y hubiese quedado una España entera, más allá de la discordia.
No fue así.
En lugar de una reconciliación -aunque la dirección de los asuntos públicos hubiera recaído de momento en manos de los vencedores-, se inició una represión universal, ilimitada y, lo que es más grave, por nadie resistida ni discutida.
Se pueden repasar las conductas y las palabras -incluso impresas-de los que entonces gozaban de prestigio e influjo, y cuesta encontrar la más tímida petición de clemencia, no digamos una defensa, o una repulsa de la represión.
Y hay que incluir, y muy especialmente, a los que posteriormente se han sentido invadidos de entusiasmo por las tesis y las figuras que implacablemente combatieron hasta después de su derrota.
Un elevadísimo número de españoles tuvieron que abandonar el país; entre ellos se encontraban no pocos de los más eminentes.
Cientos de miles pasaron por las prisiones, más o menos tiempo -el suficiente para dejarlos heridos y, en muchas casos, llenos de perpetuo rencor-; bastantes millares fueron ejecutados, en condiciones jurídicamente atroces, y en muchos casos por «delitos» que, aun siendo ciertos, hacían monstruosa la sentencia.
Se estableció -y en principio para siempre- una distinción entre dos clases de españoles: los «afectos» y los «desafectos», los que tenían, más que derechos, privilegios, y los que carecían de ambas cosas.
Esto condujo a la perpetuación del espíritu de guerra, decenios después de terminada.
A esto ayudó sin duda la continuidad de la guerra española con la mundial, el establecimiento de paralelismos pero no por ello menos per­turbadores.
Se produjo una «fijación» de las posturas, una especie de congela­ción, en virtud de la cual muchos decidieron vivir de las rentas de la guerra.
En­tre los vencedores esto podía tener un sentido literal, pero entre los vencidos se dio la misma actitud: una incapacidad de cambiar, de enterarse de lo que pasa­ba, de mirar hacia adelante, de vivir el tiempo real. La actitud de «los mal lla­mados años» ha hecho que muchos españoles (en la emigración o, lo que es peor, en España) vivan cuatro decenios escasos como si no vivieran, como si aquel tiempo -el de sus vidas- no mereciera llamarse así.
Naturalmente, esto era una engañosa ilusión, un espejismo. El tiempo, que ni vuelve ni tropieza -dice un verso de Quevedo, que hace muchos años escogí para título de uno de mis libros-.
El tiempo, efectivamente, ni vuelve ni tropieza; pasa, se desliza de entre nuestras manos, constituye nuestra vida.
Por debajo de las apariencias, incluso de las realidades oficiales, se ha ido produciendo una fantástica transformación de la sociedad española, tan viva, tan capaz de superar todas las pruebas y dificultades.
Varias generaciones nuevas han aflorado en nuestro escenario histórico, han ido ocupando su puesto, ensayando su estilo, se han ido esforzando por realizar sus oscuros deseos, sus pretensiones a veces no bien formuladas; lo han hecho con recursos inimaginables antes, que nunca habían poseído los que hicieron o padecieron la guerra; han estado oyendo las viejas palabras de unos y otros, sin acabar de entenderlas, como algo que apenas tiene que ver con la realidad, como un rumor habitual y monótono que impide oir las voces que habría que escuchar.
Así fue creciendo la distancia entre la España real y las dos Españas «oficiales» congeladas, petrificadas en los gestos de la beligerancia.
Esta es la situación actual; desde ella hay que volver nuevamente los ojos a la guerra, para recordarla -es decir, llevarla otra vez al corazón- como algo absolutamente pasado, como nuestro pretérito común. No podemos olvidarla, porque eso nos expondría a repetirla. Tenemos que ponerla en su lugar, es decir, detrás de nosotros, sin que sea un estorbo que nos impida vivir, esa operación que se ejecuta hacia adelante.
Tenemos que eludir el último peligro: que nos vuelvan a contar la guerra desde la otra beligerancia, desde las otras mentiras, ahora que la mitad de ellas había perdido su eficacia y era inoperante.
Entre 1936 y 1939 los españoles se dedicaron a hacer la guerra, a intentar ganar la guerra; desde esta última fecha malversaron lo que habían conseguido, no supieron edificar adecuadamente la paz.
Esta es nuestra empresa: darnos cuenta de que necesitamos vencer a la guerra, curarnos, sin recaída posible, de esa locura biográfica, es decir, social, que nos acometió hace algo más de cuarenta años, cuya amenaza ha sido tan hábilmente aprovechada para paralizarnos, para frenar el ejercicio de nuestra libertad histórica, la plena posesión de nuestro tiempo, la busca y aceptación de nuestro destino.
Madrid, Semana Santa de 1980.
¿Cómo pudo ocurrir?. Julian .Marias.*
Escritor y catedrático de Filosofía. Miembro de la Real Academia Española.
1 Publicado originalmente en el volumen VI (Camino para la paz. Los historiadores y la guerra civil) de la edición ilustrada de La guerra civil española, de Hugh Thomas (Ediciones U rbión) y, posteriormente, en Cinco años de España, editado por Espasa Calpe.

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