sábado, 18 de mayo de 2013

La guerra fue consecuencia de una ingente frivolidad.



La guerra fue consecuencia de una ingente frivolidad.
Esta me parece la palabra decisiva.
Los políticos españoles, apenas sin excepción, la mayor parte de las figuras representativas de la Iglesia, un número crecidísimo de los que se consideraban «intelectuales» (y desde luego de los periodistas), la mayoría de los económicamente poderosos (banqueros, empresarios, grandes propietarios), los dirigentes de sindicatos, se dedicaron a jugar con las materias más graves, sin el menor sentido de responsabilidad, sin imaginar las consecuencias de lo que hacían, decían u omitían.
La lectura de los periódicos, de algunas revistas «teóricas», reducidas a mera política, de las sesiones de las Cortes, de pastorales y proclamas de huelga, escalofría por su falta de sentido de la realidad, por su incapacidad de tener en cuenta a los demás, ni siquiera como enemigos reales, no como etiquetas abstractas o mascarones de proa.
Y todo esto ocurría en un momento de increíble esplendor intelectual, en el cual se habían dado cita en España unas cuantas de las cabezas más claras, perspicaces y responsables de toda nuestra historia.
Lo cual hace más grave el hecho escandaloso de que no fueran escuchadas, de que fueran deliberadas, cínicamente desatendidas por los que tenían dotes intelectuales, y por tanto deberes en  ese capítulo.
Los años de la República estuvieron dominados por la falta. de imaginación, la incapacidad de prever, de anticipar las consecuencias, de proyectar un poco lejos.
No se llegó a aceptar las reglas de la democracia, se declaró una vez y otra -por la derecha y por la izquierda- que sólo se aceptaban sus resultados si eran favorables; unos y otros estuvieron dispuestos a enmendar por la fuerza la decisión de las urnas, sin darse cuenta de que eso destruía toda posibilidad política normal y anulaba la gran virtud de la democracia: la de rectificarse a sí misma.

El 10 de agosto de 1932 fue el primer síntoma de esa Actitud, que tuvo su correlato en los levantamientos anarquistas del año siguiente; pero la irresponsabilidad máxima fue la insurrección del partido socialista en octubre de 1934, aprovechada por los catalanistas, que llevó a la destrucción de una democracia eficaz y del concepto mismo de autonomía regional.
Se negó entonces la validez del sufragio, la Constitución y el Estatuto de Cataluña -parte de la estructura jurídica de la República española-, todo en una pieza.
La democracia quedó herida de muerte.
Los gobiernos de esta segunda etapa, lejos de tratar de enmendar lo que les parecía peligroso para la nación o para la religión en la legislatura del bienio anterior -como habían dicho en su propaganda-, prefirieron dedicarse a restablecer egoístamente pequeñas ventajas económicas para sus clientelas, con asombrosa insolidaridad y miopía, que llevaron a la disolución de Cortes, las elecciones de febrero de 1936, el triunfo en ellas del Frente Popular y, poco después, la guerra civil.

Pero, ¿puede decirse que estos políticos, estos partidos, estos votantes querían la guerra civil?.
Creo que no, que casi nadie español la quiso.´
Entonces, ¿cómo fue posible?.
Lo grave es que muchos españoles quisieron lo que resultó ser una guerra civil.
Quisieron:
a) Dividir al país en dos bandos,
b) Identificar al «otro» con el mal.
c) No tenerlo en cuenta, ni siquiera como peligro real, como adversario eficaz,
d) Eliminarlo, quitarlo de en medio (políticamente, físicamente si era necesario).
Se dirá que esto es una locura.
Efectivamente, lo era (y no faltaron los que se dieron cuenta entonces, y a pesar de mi mucha juventud, puedo contarme en su número).
La locura puede tener causas orgánicas, puede ser efecto de una lesión; o bien psíquicas; pero también puede tener un origen biográfico, sin anormalidad fisiológica ni psíquica.
Si trasladamos esto a la vida colectiva, encontramos la posibilidad de la locura colectiva o social, de la locura histórica. (El Irán, en el momento en que escribo, es un estupendo ejemplo de ello, y no es el único).
Sin recurrir a esta idea, ¿puede entenderse el triunfo del nacionalsocialismo en Alemania, los doce años de historia que van de 1933 a 1945?,
La Revolución rusa fue otra cosa: locura lúcida de una exigua minoría, operando in ánima vil sobre un inmenso cuerpo social de «almas muertas», inertes.

Conviene recordar que la situación española en el primer tercio del siglo había sido de promesa constante, en gran parte realizada.
Desde el desastre del 98, la sociedad española había despegado económicamente (con la ayuda de la neutralidad durante la primera guerra mundial), y su pobreza se había mitigado; las Universidades habían mejorado más de lo que se hubiera podido esperar, y todo el sistema de la instrucción experimentó un avance extraordinario con la República.
Desde el punto de vista de la cultura superior -filosofía, literatura, arte, investigación-, se había entrado en un siglo de oro.
Las esperanzas de un joven de mi generación eran ilimitadas, y la República, entendida positivamente, fue el símbolo de la apertura, de la dilatación de la vida, del ejercicio de la libertad.
La España estudiada e interpretada por Unamuno, Menéndez Pidal, Gómez Moreno, Asín Palacios, Ortega y los historiadores y filólogos más jóvenes; imaginada y recreada literariamente por Azorín, Baroja, Valle-Incíán, los Machado, Miró, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, Salinas, Guillen y los poetas «del 27»; pintada por Regoyos, Zuloaga, Solana, Palencia; la que tenía, un poco lejos, a Picasso y a otros cuantos; la que había empezado a investigar-en escasa medida, pero tan bien como cualquiera- con Cajal, Cabrémir Palacios, Catalán; la que había creado, por primera vez desde hacía tres siglos, una filosofía original y un comienzo de escuela sin adanismo -Ortega, Morente, Zubiri,, Gaos-, esa España, en tantos sentidos incomparable con todas nlas anteriores desde mediados del siglo XVII, desde Quevjedb y Calderón, fue la que de repente fue negada a medías por fracciones que nji siquiera poseían ni retenían la mitad de lo que pretendían defender. De esa España nos despojaron a ios españoles -y a nuestros hijos no nacidos- los quej quisieron la guerra (o no les importó dejarla llegar), los que fueron internamente beligerantes en 1936.
Falta todavía examinar una cuestión delicada: cómo se llegó a imponer a una gran parte de la sociedad española lo que inicialmente no creía ni pensaba ni quería, cómo se disminuyeron sus defensas, para llevarla adonde no quería ir.
He insistido en el carácter no ya minoritario sino exiguo de los grupos que habían de resultar representativos y decisivos durante la guerra civil.
Conviene tener presente que los comunistas sólo consiguieron un diputado en las Cortes de 1931, otro en las de 1933, dieciséis (con los votos republicanos y socialistas) en las de 1936.
En cuanto a los falangistas, nunca pudieron elegir un solo diputado, ya que José Antonio Primo de Rivera fue elegido en 1931 como candidato de una coalición de derechas, dos años antes de la fundación de Falange Española.
Lo cual no impidió que el Partido Comunista fuese el principal rector de la política en la zona «republicana» y que Falange fuese el «partido único» en la «nacional» y en los decenios que siguieron a su victoria.
El proceso que se lleva a cabo entre los años 31 y 36 (y-, si se quiere mayor precisión, de 1934 a 1936) consiste en la escisión del cuerpo social mediante una tracción continuada, ejercida desde sus dos extremos.
Ese torso de la sociedad, que poco o nada tenía que ver con esos grupos extremistas, en lugar de rechazar sus pretensiones, desentenderse de ellos y dejadlos fuera del juego político (reducirlos a lo que en inglés se llama the lunatic frínge, «el fleco demencial»), se dejó dividir, siguió, con mayor o menor docilidad, a los dos fragmentos que no querían con vivir con los demás.
¿Cómo se ejerció -y se ejerce casi siempre- esa tracción?.
Mediante una forma de sofisma que consiste en la reiteración de algo que se da por supuesto.
Cuando los medios de comunicación proporcionan una interpretación de las cosas que ni se justifica ni se discute, y parten de ella una vez y otra como de algo obvio, que no requiere prueba, que, por el contrario, se usa como base para discusiones, diferencias y hasta polémicas, los que reciben esa interpretación se encuentran desde el primer momento más allá de ella, envueltos en análisis, procesos o disputas que precisamente implican su previa aceptación.
Todas esas discusiones, que no se rehuyen, sino se fomentan, tienen justamente la misión de distraer de esa aceptación que se ha deslizado fraudulentamente y sin critica, por un simple mecanismo de repetición y utilización como base de toda discusión ulterior.

Los dos elementos (repetición y utilización) son esenciales; el primero produce una especie de «anestesia» o de efecto «hipnótico»; el segundo «pone a prueba» la tesis que interesa, de una manera sumamente curiosa, que no es probarla, demostrarla o justificarla, sino hacerla funcionar.
Se sobrentiende que su funcionamiento es prueba de su verdad.
Si con esta idea como guía se hiciese un examen atento de lo que se dijo en España durante los dos años anteriores a la guerra civil por parte de los que habían de ser sus inspiradores y conductores, me atrevo a asegurar que se aclararía una enorme porción de aquel complicado proceso histórico. (Y si con el mismo método se echase una ojeada a la situación actual, probablemente se obtendría claridad suficiente para evitar en el futuro .diversos males cuya amenaza es demasiado evidente).

La única defensa de la sociedad ante ese tipo de manipulaciones es responder con el viejo principio de la lógica escolástica: negó suppositum, niego el supuesto.
Si se entra en la discusión, dejándose el supuesto a la espalda, dándolo por válido sin examen, se está perdido.
Es muy difícil que el hombre o la mujer de escasos hábitos intelectuales, acostumbrados a la recepción de ideas más que a su elaboración y formulación, se den cuenta de que están siendo objeto de esa manipulación; sobre todo cuando el «supuesto» que se desliza es negativo, es decir, consiste en una omisión.
(Si se quiere un ejemplo notorio y reciente, recuérdese la eliminación o escamoteo de la palabra «nación» en el anteproyecto de Constitución española que se hizo público a comienzos de enero de 1978; remito a mis artículos de ese mismo mes, recogidos en España en nuestras manos.)
De ahí la necesidad de un pensamiento alerta, capaz de descubrir las manipulaciones, los sofismas, especialmente los que no consisten en un raciocinio falaz, sino en viciar todo raciocinio de antemano.
Esta es la función política que puede esperarse de los intelectuales; es decir, que sean intelectuales y no políticos, que se ajusten a los deberes de su gremio y adviertan al país cuándo no se hace.
¿Faltó esto en los años que precedieron a la guerra civil?
¿No era una época en que los intelectuales gozaban de gran prestigio, había entre ellos unos cuantos eminentes y de absoluta probidad intelectual?
Ciertamente los había; pero encontraron demasiadas dificultades, se les opuso una espesa cortina de resistencia o difamación, funcionó el partidismo para oírlos «como quien oye llover»; llegó un momento en que una parte demasiado grande del pueblo español decidió no escuchar, con lo cual entró en el sonambulismo y marchó, indefenso o fanatizado, a su perdición.
Tengo la sospecha -la tuve desde entonces-de que los intelectuales responsables se desalentaron demasiado pronto. ¿Demasiado pronto -se dirá-, con todo lo que resistieron?
Sí, porque siempre es demasiado pronto para ceder y abandonar el campo a los que no tienen razón.
He intentado hacer comprensible cómo se pudo llegar a la guerra civil, cómo se fue simplificando la realidad española, reduciéndola a esquemas, polarizándolos, convirtiéndolos en algo abstracto, algo que se puede odiar sin que la humanidad concreta se interponga y mitigue el odio; cómo se manipuló hábilmente al pueblo español desde dos extremos profesionalizados, con ayuda de la torpeza y falta de estilo de las soluciones más civilizadas y razonables, que fueron perdiendo atractivo y eficacia. Larga serie de errores, el último de los cuales fue... la guerra.
La verdad es que nadie contaba con ella.
Los que la promovieron más directamente creían que se iba a reducir a un golpe de Estado, a una operación militar sencillísima, estimulada y apoyada por un núcleo político que serviría de puente entre el ejército victorioso y el país.
Los que llevaban muchos meses de provocación y hostigamiento, los que habían incitado a los militares y a los partidos de derechas a sublevarse, tenían la esperanza de que ello fuese la gran ocasión esperada para acabar con la «democracia formal», los escrúpulos jurídicos, la «república burguesa», y lanzarse a la deseada revolución social (lo malo es que dentro de ese propósito latían dos distintas, que habían de desgarrarse mutuamente poco después).
Todos sabemos que las cosas no sucedieron así.
La sublevación fracasó; el intento de sublevarla, también. La prolongación de los dos fracasos, sin rectificación ni arrepentimiento, fue la guerra civil.
Si se la mira desde este punto de vista, creo que se puede comprender mejor su desarrollo.
Lo primero que hay que decir -porque es lo más grave, lo diferencial de esta guerra- es que en ella lo de menos fue la guerra.
Las víctimas de ella fueron secundariamente las bajas militares; lo decisivo fueron los bombardeos y, sobre todo, los asesinatos (con o sin ficción de ejecución legal).
Es decir, la lucha fue, más que contra la «zona» enemiga, contra los enemigos de la propia «zona»; y no contra los que ejercían actos de hostilidad, agresión o espionaje, sino contra los que se consideraban «desafectos» a una ortodoxia política definida arbitraria y estrechamente; y esta condición era previa a toda conducta concreta, inherente a la persona e irremediable.
Las personas pertenecientes a ciertas categorías-filiaciones políticas o incluso profesiones- no tenían escape; estaban perdidas, hicieran lo que hicieran; su única salvación era la huida o el ocultamiento.
En la zona que se llamó «nacional» y fue llamada por sus enemigos «facciosa», todo el que no se sumó al «movimiento» fue perseguido, normalmente (y desde luego en el caso de los militares) por rebelión.
Esta persecución se extendía a todos los afiliados a partidos del Frente Popular, pero no estaban seguros los radicales, ni los pertenecientes a la CEDA, ni los maestros, ni, por supuesto, los masones.
En la zona «republicana» («roja» para los enemigos), solamente los partidos del Frente Popular eran aceptados (los republicanos, meramente tolerados); todos los demás, aunque fuesen republicanos históricos, eran perseguidos; los falangistas, sin la menor esperanza de salvación; los sacerdotes, religiosos, monjas, etc., si no se escondían a tiempo eran exterminados.
En ambas zonas, todos los que no eran incondicionales eran sospechosos.
Las «depuraciones» dejaron sin puestos de trabajo a millares de personas a las que se consideraba «desafectas», aunque no hubiesen cometido ningún acto delictivo ni hostil; y la depuración hacía ingresar inmediatamente en la categoría de los sospechosos, sometidos a vejaciones y peligros.
La condición de militar retirado en una zona, de dirigente sindical en la otra, significaba el encarcelamiento y, con bastante probabilidad, la muerte.
Por supuesto, en la zona republicana, con la excepción del País Vasco, todo culto religioso fue prohibido, y los incendios de iglesias y conventos fueron frecuentísimos, en muchos casos realizados sistemáticamente.
En toda España se constituyeron tribunales («de guerra» o «populares») sin la menor garantía jurídica y de particular ferocidad; estaban compuestos, en un caso, por representantes de todos los partidos del Frente Popular y de las organizaciones sindicales; en el otro, por militares y representantes políticos.
Esto sin contar con las abundantísimas «checas» o sus equivalentes, absolutamente irresponsables, y con las «sacas» de las prisiones, con pretextos de traslados que solían ser al otro mundo.
No me interesa recordar el aspecto más horrible y siniestro de la guerra sino para recordar que fue un universal terrorismo, ejercido no sólo contra los enemigos, sino contra los que se podían considerar neutrales o incluso partidarios no fanáticos o incondicionales, dentro de la propia zona, lo cual significó un chantaje generalizado, que excluía toda crítica y todo matiz de posible disidencia. Así se llegó a la aceptación de todo (incluida la infamia), con tal de que fuese «de un lado».
La consecuencia inevitable fue el envilecimiento.
Nadie quería quedarse corto, ser menos que los demás en la adulación de los que mandaban o la execración de los adversarios.
Esto fue un poco menos compacto en la zona republicana, por su falta de disciplina y coherencia, que dejó un estrecho margen de «pluralismo».
Esta diferencia puede comprobarse en la actual publicación de los dos ABC: el republicano de Madrid y el franquista de Sevilla. La mentira, como puede verse allí mismo día por día, dominaba en ambos campos por igual.
Esta actitud, unida a la decisión de «pasar por todo», y en ocasiones al fanatismo -no siempre-, llevó a que la inmensa mayoría de lo que se escribió en ambas zonas fuese literalmente vergonzoso.
Es aleccionador, pero infinitamente penoso, leer lo que escribieron muchos que tenían pretensiones de intelectuales, literatos, profesores, eclesiásticos, hombres de leyes. Hubo excepciones, sin duda, de decoro literario, nobleza, generosidad y valentía; pero no pasaron de excepciones. En algunos casos, lo lamentable fue simple debilidad y amedrentamiento, y pasada la terrible prueba no siguió formando parte de la personalidad de sus autores; en otros significó una corrupción profunda que llevó hasta la denuncia, el aplauso a los crímenes propios o la calumnia.
Una de las pruebas de ese estado de abyecta sumisión es la feroz irritación que a ambos lados de las trincheras provocó todo aquel que se atrevía a discrepar de los dos bandos.
La hostilidad máxima se reservaba para los que no se sentían adscritos a ninguno de los dos beligerantes, no por indiferencia o desinterés, sino por considerar a ambos inaceptables.
El que se atrevía a resistir a la guerra era el enemigo de todos, contra el cual todo estaba permitido.
Por eso, tomar esta posición fuera de España -lo más frecuente- significaba desusada valentía; hacerlo dentro era pura y simplemente heroísmo, aunque fuese sin negar apoyo y colaboración a una de las causas beligerantes; el ejemplo más eminente fue el de Julián Besteiro.
Todo lo que he dicho hasta ahora me parece esencial para entender cómo fue posible que se llegara a la guerra civil.
Si no se tiene en cuenta, es completamente ininteligible que un pueblo como el español, de tan larga a ilustre historia, creador de una de las tres o cuatro grandes culturas modernas, en un momento de esplendor intelectual y literario, sin ningún problema objetivamente grave, no digamos insoluble, al día siguiente de lanzarse con entusiasmo a una nueva fase de su vida, de repente se encontrara con que no podía seguir conviviendo, se llenara de odio y se dedicase al exterminio de sus hermanos durante tres años.
Es menester recordar los pasos por los que se llegó a una situación mental colectiva que tenía muy poco que ver con la realidad; es decir, con la realidad si se omite el estado mental, que naturalmente era parte de la realidad española en 1936.
Quiero decir que, lejos de ser la guerra inevitable, su origen efectivo no fue la situación objetiva de España, sino su interpretación, se entiende, el desajuste de dos interpretaciones que, por una serie de voluntades y azares, llegaron a excluir a las demás y oscurecer cuanto era distinto a ellas.
Y esto es, literalmente, una anormalidad de la vida colectiva, que algún día podrá diagnosticarse con precisión, cuando se vaya, más allá de la psiquiatría, a una «bioiatría», a un conocimiento de la patología de la vida biográfica, individual y social.
Pero la realidad total de la guerra civil no se agota en lo que he dicho.
Una vez estallada, una vez iniciada, desde fines de julio de 1936, España estuvo en estado de guerra. Esta expresión es particularmente reveladora: la guerra es un «estado», algo en que se está.
Se vive dentro de la guerra, en su ámbito.
Las cosas se ordenan en otra perspectiva; el tiempo cambia de ritmo, emplazamiento, significación; pierden importancia muchas cosas, la adquieren otras; ciertas dimensiones de la vida humana, hasta entonces olvidadas, se ponen en primer plano-por ejemplo, el valor-; se altera el «umbral» de la inquietud, la inseguridad, el temor; surgen relaciones inesperadas, crueles o fraternales; los individuos dan la medida de sí mismos al estar expuestos á tensiones, tentaciones, peligros, esfuerzos; se conocen en dimensiones antes ignoradas.
La guerra civil es -se ha dicho mil veces- más cruel que ninguna otra, más dolorosa, porque introduce la división y el odio entre compatriotas, amigos, hermanos.
Su especial intensidad le viene de eso y de que es más inteligible -empezando por la lengua del enemigo, pero no sólo la lengua, sino todo el repertorio de creencias, usos, proyectos, esperanzas-, el no entenderse que lleva a la guerra procede de la distorsión de un entenderse, demasiado bien, que no se da en las guerras internacionales.
Julián Marias. ¿Cómo pudo ocurrir?.

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