miércoles, 26 de febrero de 2014

El Pacto de San Sebastián

Indalecio Prieto
Publicado en Tiempo de Historia nº 27, febrero 1977
El 12 de febrero de 1962, ahora hace quince años, fallecía Indalecio Prieto en su exilio mexicano. Como tantas otras figuras de nuestra vida política, científica y cultural, el dirigente socialista murió lejos de los hombres y de la tierra por cuya liberación había luchado largos años. En su recuerdo al filo de esta conmemoración, incluimos un breve y jugoso artículo que Prieto escribiera sobre algunos pormenores del Pacto de San Sebastián, de 1930, precedente inmediato de la proclamación de la II República. Artículo que se halla fechado por el propio don Indalecio el 29 de noviembre de 1943.
Con motivo del convenio de unidad que, para restaurar el régimen democrático, acaban de firmar en México republicanos y socialistas españoles, se ha hablado del Pacto de San Sebastián que dio origen a la constitución del Comité revolucionario de 1930, transformado en Gobierno provisional el 14 de abril de 1931. Recordemos ese Pacto y algunas consecuencias suyas. Y recordémoslo en aspectos anecdóticos, dejando a parte su trascendencia histórica.

LA BELLA EASO.
Cuando me apeé en la estación del barrio de Amara aquella mañana dominical de agosto, advertí, consultando el reloj, que aún faltaban dos horas largas hasta la señalada para reunirnos. Los expresos de Madrid y Barcelona tenían su llegada más tarde que el tren de Bilbao. Salvo algunas personalidades convocadas que veraneaban en sitios próximos —don Niceto Alcalá Zamora en Echarri-Aranaz y don Miguel Maura en Fuenterrabía casi todas venían de la corte y de la ciudad condal y era preciso aguardarlas. La espera resultaba adecuada para un paseo por la bella Easo, según los donostiarras llaman, con legítimo orgullo, a su pueblo. No hay en el Cantábrico, ni en todo el litoral español, población más linda. Antiguamente no les bastaba a los parajes ser bellos para popularizarse, y, por eso, si Biarritz debió su engrandecimiento a Eugenia de Montijo, San Sebastián debió su prosperidad inicial a María Cristina de Habsburgo. La emperatriz de Francia convirtió el pueblecillo pesquero cercano a Bayona en cosmopolita centro de recreo y la reina regente de España dio vuelos de lujosa capital a la modesta Donostia. En ambas ciudades constituyó amplia base económica el juego, disputándose la concurrencia de jugadores el Gran Casino Easonense y el Casino Municipal de Biarritz, que luego tuvieron réplica en otros suntuosos templos de la ruleta.
Y a cuenta de esto, aunque sin conexión con mi relato, allá va una anécdota picaresca. Durante la regencia y al hacerse cargo del Gobierno, don Antonio Cánovas del Castillo dio al ministro de la Gobernación, don Francisco Romero Robledo, una lista de conspicuos correligionarios para gobernadores civiles. El de Guipúzcoa opuso un serio reparo: iría de gobernador, pero decidido a prohibir el juego en San Sebastián. Cuando Romero Robledo enteró de tan singular condición a su jefe, exponiéndole las pertubaciones de semejante medida. que privaría de fuertes ingresos a varias entidades benéficas. Cánovas reflexionó así: «¡Qué raro! Nos ha salido un mirlo blanco. Nómbrelo usted y pronto despejaremos la incógnita.» El flamante gobernador, apenas posesionado de su cargo, prohibió rigurosamente el juego, provocando airadísimas protestas y las aguas volvieron a su cauce con el cese del austero poncio, al descubrirse que éste percibía grandes cantidades de Biarritz para que San Sebastián no se tirara de la oreja a Jorge.
Pero volvamos al relato. ¿Dónde emplear más placenteramente que en La Concha las dos horas ociosas? Recorrí la preciosa playa, de Alderdi-Eder a Miramar. Ya para entonces predominaban también allí los baños de sol sobre los acuáticos y las mujeres bien forma-das —las otras refunfuñaban por tamaña des-honestidad— preferían tumbarse semidesnudas sobre fina y dorada arena a sumergirse entre olas de blanca espuma, pasando largos ratos al sol tras breves instantes en el agua. Después de defenderse con sombrillas durante siglos contra toda caricia solar, la mujer, si era escultural, optaba por tostarse la piel y cuanto más en público mejor...
La reunión estaba anunciada para mediodía en el hotel Londres. Cuando yo llegué, el hall aparecía atestado por haber acudido muchos periodistas nacionales y extranjeros e infinitos curiosos. No hubo modo de aclarar cómo y por qué se había elegido el hotel Londres. Ni allí residía ninguno de los convocados ni nadie había pedido permiso al gerente, quien veía alarmado muchos gestos de extrañeza y disgusto por parte de su aristocrática clientela al topar con tanto grupo de jacobinos. Fernando Sasiain resolvió el conflicto, ofreciendo los salones del Casino Republicano donde, bajo su presidencia, se estipularon las bases del Pacto, del cual, por cierto —y ello dio lugar a distintas interpretaciones— no se extendió ningún documento.
La siguiente reunión celebróse en Fuenterrabía, en casa de Miguel Maura, y las sucesivas en Madrid, primero en el domicilio de Maura y después en el Ateneo.
El Partido Socialista no estuvo representado en San Sebastián, pues yo concurrí, previa invitación de los demás, a título personal y sin representación alguna. Planteado inmediatamente el asunto en nuestra Comisión Ejecutiva, ésta aceptó el Pacto y acordó nombrar delegados suyos en el Comité revolucionario a Largo Caballero, a Fernando de los Ríos y a mí y participar directamente en el Gobierno que se formara. El más resuelto para estos acuerdos fue Largo Caballero, quien, frente a dudas de otros compañeros, resumió su actitud con estas palabras: «El problema es sencillísimo, consiste en creer o no creer en el advenimiento de la República y yo, desde luego, creo». Posteriormente se adhirió también al Pacto la Unión General de Trabajadores, aunque sin estar representada directamente en el Comité revolucionario.

LOS TRES MANIFIESTOS.
En el domicilio madrileño de Miguel Maura —quien ahora confecciona calcetines en Niza, si los alemanes no le han cerrado su fabriquita— tuvo el Comité revolucionario contacto, por primera vez, con elementos militares. Allí nos visitó el general Villabrille, segundo jefe de la Capitanía de Burgos y con el cual había conferenciado antes, en plena carretera, cerca de Aranda de Duero, don Niceto Alcalá Zamora, sirviendo de enlace para todas estas entrevistas un avispadísimo cura castrense. ¡Qué hombre más simpático y más campechanote el general Villabrille! Implantada la República y siendo gobernador militar de Bilbao. empeñóse en rendirme honores militares siempre que yo llegara, sin lograrlo nunca por obstinarme yo en rehuirlos. Varias veces envió a la estación una compañía con bandera y música, pero otras tantas dejé el tren en lugares inmediatos a Bilbao, volviéndose la tropa al cuartel sin que los soldados me presentaran armas ni la banda tocara en los andenes el Himno de Riego.
Aquella noche invernal, sentados todos los miembros del Comité en torno de la chimenea donde leños chisporroteantes encendían nuestra ilusión de conspiradores, Villabrille desenrolló unos planos, señalando el camino que seguirían las tropas sublevadas bajo su mando. «Es la misma ruta de invasión de los godos». Me acordé de la tortura que significó en mi infancia aprenderme la lista de los reyes godos, sin saber la cual ningún alumno ascendía a la sección o grado superior, porque, ¿qué sería de nosotros si al enfrentamos con la vida, ignorábamos cómo se llamaron los predecesores y sucesores de Chindasvinto? Tal recuerdo y el calorcillo de la lumbre me sumieron en dulce somnolencia, sacándome de ella esta rotunda afirmación de Villabrille: «A las guarniciones las sorprenderemos adormecidas y atontadas como ahora está Prieto». Queriendo limpiarme del reproche, no perdí ya detalle del plan visigótico-republicano propuesto por un caudillo al que del programa democrático sólo le interesaba la ley de divorcio. Wamba, Alarico o cualquiera otro monarca godo no hubiesen arriesgado tanto por tan poca cosa. Villabrille, al despedimos, descubrió una guitarra y nos entretuvo tocándola con maestría. El joven general supo cumplir su palabra. Llegado el día del levantamiento, que abortó por anticiparse indebidamente Galán y García Hernández en Huesca, se presentó en Logroño, donde, de acuerdo con el teniente coronel Albert, hace meses fallecido en México, debía acaudillar a los sublevados.
La fecha del alzamiento se mantuvo secreta hasta última hora. Para fijarla, y a fin de que no pudiera divulgarse con antelación peligrosa, el Comité delegó en los señores Alcalá Zamora, Azaña y Largo Caballero. Previamente se convino en publicar un manifiesto dirigido al pueblo español, siéndonos encargada su redacción a Alcalá Zamora, a Lerroux y a mí. Cada uno de los tres presentaría un texto y el Comité elegiría. El primero fue el mío. Gran silencio acogió su lectura. «Queda desechado», fallé yo mismo, rompiendo las cuartillas. Al día siguiente presentó el suyo don Niceto: «Es mucho peor que el mío», dictaminé osadamente. Y por exclusión de los nuestros se aprobó después el de don Alejandro Lerroux, que tampoco era muy brillante.

LA FUGA SIN ROPAS TALARES.
Se hizo la distribución de ministerios, asignándoseme a mí el de Fomento, pero nadie quiso apechugar con el de Hacienda y a última hora me fue adjudicado, pasando Alvaro de Albornoz a Fomento.
Cada uno de los miembros del Comité teníamos señalada una población para dirigir el movimiento revolucionario. Fui destinado a Bilbao, donde, con unanimidad impresionan-te, se mantuvo la huelga general hasta comprobar que el movimiento había fracasado por completo, singularmente en Madrid.
El fracaso determinó la prisión de Alcalá Zamora, Maura, Largo Caballero, Fernando de los Ríos, Albornoz y Casares Quiroga. Pudieron librarse de ella, permaneciendo ocultos en Madrid, Azaña y Lerroux. Otros cuatro —Marcelino Domingo, Nicoláu d'Olwer, Martínez Barrio y yo— conseguimos pasar a Francia.
Antes de separarnos, víspera del alzamiento, Lerroux, que ha contado en su Pequeña historia del habanero Diario de la Marina, episodios del período revolucionario, me gastó una cuchufleta:
Si vienen mal dadas, usted podrá burlar a la policía disfrazándose de fraile, porque facha no le falta.
—Sería grotesco que le detuviesen de tal guisa —comentó Casares Quiroga.
—Yo anularía ese aspecto grotesco, verdaderamente temible—argüí.
—¿Cómo? —me preguntaron.

Ingresando en la orden religiosa a la cual correspondiesen los hábitos que yo vistiera, y así quedando libre de andanzas revolucionarias en la tierra, conquistaría la paz eterna en el cielo.
Pero, como me acogí al mar para fugarme, y en el mar maldito si se necesitan disfraces, no fue menester que yo profanara ningún sayo monástico.
INDALECIO PRIETO.

Prieto. El pacto de SAn Sebastián



www.sbhac.net/Republica/TextosIm/TDH/Prieto3/Prieto3.htm

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