viernes, 6 de junio de 2014

La Constitución que no pudo ser


Por Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos (ABC, 09/12/06):
HACE setenta y cinco años se aprobaba la Constitución de la II República.
Era el día 9 de diciembre de 1931, y no habían transcurrido pues ocho meses desde su proclamación -un 14 de abril-, cuando ésta promulgaba su marco constitucional.
Antes, el Comité revolucionario, transformado en Gobierno, publicaba un Estatuto jurídico (15 de abril) que adelantaba las directrices de la Constitución, y convocaba elecciones (3 de junio) para designar las futuras Cortes constituyentes.
Unas Cortes que, frente a nuestro modelo tradicional de dos Cámaras prefirieron optar, deslumbrados por el espíritu revolucionario francés, por el unicameralismo: «El bicameralismo es retardatario, frustra leyes progresivas y obstaculiza todo avance».
Con anterioridad, el Gobierno encomendaba a una Comisión Jurídica Asesora, el 6 de mayo, la elaboración del Anteproyecto constitucional, aunque ésta delegaba su hacer en una Subcomisión de trece personas presidida por Osorio y Gallardo, e integrada por los también catedráticos Posada, Luna y García Valdecasas.
El texto -aún sin el respaldo unánime del Gabinete- era remitido a las Cortes, que nombraban una Comisión Parlamentaria de veintiún miembros, el 28 de julio, al frente del asimismo catedrático Jiménez de Asúa.
Ella, siguiendo la estela de la Constitución mexicana de 1917, la de Weimar de 1919 y la austriaca de 1920, presentaba el definitivo Proyecto de Constitución al Pleno de la Cámara un 18 de agosto.
Aunque desde su inicial discusión, el 27 de agosto, la controversia adquiría una hostilidad que apunta el venidero enfrentamiento civil.
Lo que explica que antes de entrar en vigor, algunos reclamaran ya su inmediata revisión. ¡Nunca fue, como hoy la Constitución de 1978, una Constitución de todos!
Tres meses y medio antes, se aprobaba la Ley de 26 de agosto, que fijaba la competencia de la Comisión de Responsabilidades, mientras el 21 de octubre lo era la Ley de Defensa de la República. «Una Constitución -resumía Ortega- de considerable originalidad, aunque mechada por incontinencias del utopismo».


La Constitución de 1931 era un texto de extensión media (ciento veinticinco artículos), con un Título Preliminar, nueve Títulos y dos Disposiciones Transitorias.
Una Constitución con las consabidas luces y sombras.
Entre las primeras, sobresale la imputación de la soberanía a la Nación española -aunque se hable de pueblo (artículos 1 y 51)- conformada sobre un único pero descentralizado Estado -el «Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y regiones» (artículo 1)-. Y así ya en su encabezamiento se proclamaba que «España, en uso de su soberanía, y representada por las Cortes constituyentes decreta y sanciona esta Constitución».
Al tiempo se prescribía, con sensatez, que las competencias regionales venían moduladas por «el juicio de las Cortes» (artículo 15); que las materias no reguladas expresamente se reservan al Estado (artículo 18); que éste se atribuye la competencia de dictar leyes de bases (artículo 19); y que su derecho prevalece en lo que no esté asignado a la exclusiva competencia de las Regiones (artículo 21).
A su amparo se aprobaría el Estatuto de Cataluña en 1932 y el Estatuto Vasco en 1936. Al de Galicia no le daba tiempo. Aunque la cuestión regional terminaría siendo, decía Pérez Serrano, «un semillero de discordias».

En segundo lugar, era un Texto generoso con el reconocimiento y tutela de los derechos fundamentales (Título III), tanto de los clásicos (Capítulo I, Garantías individuales y políticas), tales como la libertad personal, circulación, residencia o domicilio, como de otros más novedosos, entre ellos los derechos sociales, económicos y culturales (Capítulo II, Familia, Economía y Cultura): igualdad de los hijos e investigación de la paternidad, subordinación de la riqueza a la economía nacional, protección del trabajo y la cultura. Aunque cabía su suspensión (artículo 42), mientras se preveían formas de democracia directa -referéndum e iniciativa legislativa- (artículo 66). Además se hacía una declaración en favor de la resolución pacífica de los conflictos, al postularse que «España renuncia a la guerra como instrumento de política nacional» (artículo 6). Y era también digna de elogio su enunciación de una República «democrática».

Y, por último, la Constitución consagraba un control de constitucionalidad residenciado en el Tribunal de Garantías Constitucionales (artículos 121-125). Aunque su elección, composición, competencias -juicio de constitucionalidad, recurso de amparo, conflictos de competencia, examen de los poderes de los compromisarios y juicio penal contra los altos cargos- y la falta de respeto a sus resoluciones, terminaron afectándole. Y asimismo fue acertada la constitucionalización de la Diputación Permanente de las Cortes -esbozada en la Constitución de 1812 y en la nonata de 1856-, que aseguraba la continuidad y los poderes del Congreso cuando éste se hallaba disuelto o fuera del periodo de sesiones (artículo 62).
En lo atinente, por contra, a sus insatisfacciones, podemos apuntar su naturaleza excesivamente ideológica y profesoral -¡se repite la maldición del gobierno de Platón en la Siracusa de Dionisio el Viejo!- y su perfil exageradamente ambicioso y taumatúrgico: «Si la República no hubiera venido para mudarlo todo, no merecería la pena haberla traído» (Jiménez de Asúa). En palabras de Tomás Villarroya «algunos preceptos aislados ofrecían soluciones polémicas a problemas primordiales que afectaban a la convivencia política y continuaban nuestra nefasta tradición de llevar al texto constitucional criterios que eran reflejo de determinadas ideologías o de estados pasionales».

Tampoco fue pertinente la legislación sobre ciertos temas de enorme trascendencia. El primero, el religioso, donde, aunque era encomiable la eliminación de la confesionalidad del Estado -«El Estado español no tiene religión oficial» (artículo 3)- y el establecimiento de la libertad de cultos, mientras se aprobaba una legislación de divorcio en 1932, se optaba erróneamente por una excluyente enseñanza laica, se disolvía implícitamente la Compañía de Jesús (refrendada con el Decreto de 1932), se sometía a las Órdenes religiosas a un trato discriminatorio (artículo 26 y Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas de 1933) y se controlaban injustificadamente sus manifestaciones públicas (artículo 27). El segundo, el agrario, con la Ley de Reforma Agraria de 1932 y la Ley de Reforma de la Reforma Agraria de 1935, era tratado con nula sensatez y habilidad política. Y el mentado fracaso regional, que llevó a la proclamación de la Republica Catalana por Maciá y al Estat Catalá por Companys.

Por lo demás, la clase política puso en entredicho las instituciones, empezando por la Presidencia. Pues si bien ésta obró de manera personalista en la formación de gobiernos y designaciones ministeriales (artículo 75), en la disolución de las Cortes (artículo 81) y en el veto suspensivo de las leyes (artículo 83), la equivocada práctica parlamentaria de rendiciones de cuentas y la final destitución de Alcalá Zamora minaron su prestigio. Las Cortes, a pesar de una caracterización recordatoria de los gobiernos de Asamblea, estaban muy fragmentadas -más de una treintena de partidos en el hemiciclo-, transidas de inestabilidad -dos años de mandato por bienio- y de conflicto. Mientras, los gobiernos se sucedían -dieciocho Ejecutivos- al margen de las previsiones sobre su estabilidad (el artículo 64), dadas las intrigas de pasillo, la intromisión del presidente de la Republica, la poca autoridad de sus presidentes y las débiles alianzas.


El intento de reforma constitucional de 1934/1935, en búsqueda de fórmulas más pragmáticas, no prosperó. Pero las causas del fracaso no estaban en meros problemas conceptuales o de juridicidad. Se encontraban vinculadas al ambiente de confrontación, al rechazo de la República por los partidos de derechas, a la persecución religiosa, a la política militar, a la deslealtad nacionalista, a los sucesos anarquistas en Barcelona, Zaragoza y Casas Viejas, a la no asunción por la izquierda de los resultados de 1933, a la huelga revolucionaria de Asturias de 1934, a la radicalización del Frente Popular, etc. Si a ello se añade que España era un país económicamente subdesarrollado, sin clase media y altas tasas de analfabetismo, ¡la Constitución de 1931 no podía ser!

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