sábado, 27 de septiembre de 2014

Diez horas de Estat Catala

Estamos ante una obra maestra del periodismo español del siglo XX. 
Es un reportaje político excelente, que capta todas las miserias, complejos y arrogancias del nacionalismo catalán basado en el odio a España; en realidad, en el odio de los nacionalistas a sus propios orígenes.
De paso, como el que no quiere la cosa, las patologías psicológicas de las elites nacionalistas aparecen reflejadas en la genial descripción de los hechos que lleva a cabo Enrique de Angulo.
Este periodista, que cuenta lo que ve, oye y toca, a veces, con precisión de naturalista, está también muy bien informado sobre el proceso histórico, ideológico, político y social que conduce a Companys a declarar el Estado Catalán, pero a las pocas horas tiene que rendirse a una oficial del Ejército español con el grito: "¡Viva España!".

Obra tan descriptiva como ideológica, hoy, resulta imprescindible para comprender el proceso que llevó al nacionalismo catalán al desastre. Lo pedían todo, como ahora, siendo muy poco. Siguen sin tener conciencia de sus límites. Debería ser de lectura obligada para todos los nacionalistas, porque es una lección, casi un freno, para que sus demandas chantajistas no los lleven otra vez al desastre, incluido el ridículo de salir corriendo ante la legalidad democrática.

Una crónica grandiosa sobre las diez horas que duró la rebelión secesionista de Cataluña, el 6 de octubre de 1934. Publicada originalmente en el periódico El Debate, fue más tarde recogida en un libro por la editorial Fenollera de Valencia. Es ya un documento histórico de cómo sofocó el general Domingo Batet la rebelión de la Generalidad de Cataluña contra la República de España. La inteligencia y sagacidad mostradas por este general, leal a las autoridades de la República de España, son puestas en valor por el periodista. Batet, sin emplearse a fondo, sofocó a los facciosos en pocas horas, y con un número de bajas mínimos para lo que podía haber sucedido.

Lluís Companys.
Desde la proclamación del Estado Catalán, a las ocho, aproximadamente, de la noche, hasta su final transcurrieron diez horas, pero aparecen todos los protagonistas, y la contextualización de sus argumentos y sinrazones. Desde Companys hasta Azaña, pasando por Dencás, el consejero de Gobernación, y todos los traidores al Ejército español y a las instituciones de la República, son retratados con maestría por Enrique de Angulo. Resalta la cobardía de alguno de los principales protagonistas del acto de secesión, no tanto porque no fueran capaces de resistir, a pesar de los intensos preparativos y de las muchas armas que poseían, al Ejército español, sino porque desde el principio de la operación lo primero que prepararon fue un complejo sistema de alcantarillas para huir en caso de que el golpe de estado fracasara.

El relato de Enrique de Angulo es preciso, especialmente cuando relata la cobardía de algunos de sus protagonistas. Los cabecillas de la rebelión, al ver que las cosas pintaban mal,

"nada dijeron a sus partidarios de lo que en realidad ocurría, sino que cautelosamente, sin despertar sospechas, Dencás, Menéndez, Pérez Salas, España, Guarner y algún otro, recogieron el dinero en abundancia que tenían preparado para el caso y desaparecieron por el pasadizo subterráneo que se habían hecho construir meses antes para comunicar con las alcantarillas (…) No es que los cabecillas separatistas abandonasen a los suyos en el fragor de la pelea. Es que huían de sus propios partidarios. En una noche pasaron de la categoría de ídolos a la de traidores infinitamente despreciados".

Detrás de estos sucesos casi trágico-cómicos de 1934, que preludian la Guerra Civil, no sólo se recoge el ejercicio del derecho a la autonomía política, incluso a la "autodeterminación", llevado hasta los extremos de segregarse de España, sino una forma muy concreta de concebir la política y llevarla a cabo. Pues es, en efecto, esa concepción de la "política", que tiende a equiparar los intereses personales o de grupos sociales con los intereses políticos, lo que hoy como ayer se repite. El nacionalismo no es, en sentido estricto, una ideología, un pensamiento que trate de responder a la cuestión de cómo se organiza, o cómo puede gobernarse mejor, una sociedad, sino quién tiene que hacerlo.

El nacionalista no quiere saber cómo se organiza lo público, sino que lo hagan los de su tribu. El nacionalismo sólo quiere que ejerzan el poder los jefes o los augures de un determinado grupo, en realidad, de una tribu, sin importarnos cómo lo hagan. Lleva razón Sevilla, el ministro de Administraciones Públicas, al decir que Montilla, un charnego, nunca podrá ser presidente de la Generalidad. La superstición de ser superior por haber nacido en un determinado lugar es absolutamente prioritaria a cualquier otra consideración racional.

La semejanza de los argumentos y del trasfondo entre lo ocurrido entonces y lo que sucede ahora es sorprendente. Es como si la historia no hubiera enseñado nada a las elites políticas nacionalistas, tampoco a sus colaboradores traidores a España en Madrid. ¡Cuántos malos imitadores de Azaña hay hoy en el Gobierno!

El nacionalismo, entonces como ahora, es en esencia una superstición de elites políticas, sin duda, pero no deberíamos olvidar que el pueblo, y eso lo deja también muy claro Enrique de Angulo, no es inocente en su colaboración con la clase política, empresarial y el clero catalán.


Unamuno sigue teniendo razón en su crítica al nacionalismo catalán: "Petulante vanidad de un pueblo que se cree oprimido".

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