jueves, 5 de febrero de 2015

Ante este panorama, algo habrá que hacer.

Por las solapas
IGNACIO CAMACHO. ABC
 ¿Qué más señales de alarma necesita un país para que su clase dirigente se ponga sin excusas y de una vez de acuerdo?
*.- SEIS millones de parados.
*.- Un Gobierno que se confiesa impotente para encontrarles trabajo.
*.- Una oposición a la que sus votantes niegan hasta el beneficio de la duda.
*.- Una crisis institucional sin precedentes.
*.- Un pueblo en estado de depresión.
*.- Una opinión pública atravesada por la desconfianza.
*.- Un éxodo anual de 130.000 jóvenes.
*.- Un desafío secesionista de una región principal.
*.- Una corrupción transversal de proporciones inaceptables.
*.- Una clase media destruida.
*.- Una pobreza real creciente.
*.- Dos millones de hogares y cuatro de cada diez inmigrantes sin empleo.
*.- Una población pasiva que se acerca peligrosamente a la activa
*.-  Y una deuda de un billón de euros.
¿Qué demonios más necesita un país para que su clase dirigente se ponga de una vez de acuerdo?

Después de la devastadora estadística laboral del jueves y de la lúgubre comparecencia gubernamental del viernes, en la que los dos ministros con menos empatía del Gabinete casi tiraron la toalla de la recuperación en esta legislatura, la única esperanza que cabría transmitir a la nación es la de una voluntad sincera de compromiso ante la emergencia.
Una situación tan explícitamente dramática requiere de la gente con responsabilidad política un rasgo de superación y liderazgo.
La consecuencia inmediata de tal ejercicio de sinceridad oficial -se agradece al menos que no nos traten de pintar de colores la catástrofe evidente- tendría que ser la convocatoria inmediata de una cumbre de partidos y agentes sociales o, en su defecto, de una reunión bilateral al más alto nivel de las dos grandes fuerzas parlamentarias para encontrar, sin excusas, un programa de estabilización social, institucional y económica. Intentarlo, al menos. Un gesto de mutua generosidad, un acto de grandeza que envíe a los ciudadanos siquiera la señal de que sus representantes legítimos no están dispuestos a resignarse al colapso.

Sin embargo no ha ocurrido nada. O sí; que el presidente permanece en silencio y que su principal oponente vocifera en un mitin tirándole a la cara unos parados de los que cinco sextas partes corresponden a su propio mandato. Ni un atisbo de mutua colaboración, ni una brizna de disposición al entendimiento. Un Gobierno atrincherado en su mayoría parlamentaria -que ya no es social- y una teórica oposición aleteando en el vacío de su proyecto mientras la calle se organiza por su cuenta en plataformas de activismo contestatario. Y mientras el bipartidismo se disuelve en las encuestas ante su incapacidad de encontrar respuestas para una crisis que destroza las estructuras del Estado.

Hasta en Italia, la confusa, desordenada e inestable Italia, ha acabado brillando ante la amenaza del caos un pequeño relámpago de desdramatización y de patriótica responsabilidad unitaria. El que hace falta aquí para que alguien siente a negociar a nuestros líderes aunque sea arrastrándolos por las solapas.



Con esto llegamos como por la mano a determinar los factores que integran esta forma de gobierno y la posición que cada uno ocupa respecto de los demás.
Esos componentes exteriores son tres:
1º, los oligarcas (los llamados primates, prohombres o notables de cada bando que forman su “plana mayor", residentes ordinariamente en el centro);
2º, los caciques, de primero, segundo o ulterior grado, diseminados por el territorio;
3º, el gobernador civil, que les sirve de órgano de comunicación y de instrumento.
A esto se reduce fundamentalmente todo el artificio bajo cuya pesadumbre gime rendida y postrada la Nación.Oligarcas y caciques constituyen lo que solemos denominar clase directora o gobernante, distribuida o encasillada en “partidos".
Pero aunque se lo llamemos, no lo es; si lo fuese, formaría parte integrante de la Nación, sería orgánica representación de ella, y no es sino un cuerpo extraño, como pudiera serlo una facción de extranjeros apoderados por la fuerza de Ministerios, Capitanías, telégrafos, ferrocarriles, baterías y fortalezas para imponer tributos y cobrarlos.
[...] En las elecciones […] no es el pueblo, sino las clases conservadoras y gobernantes, quienes falsifican el sufragio y corrompen el sistema, abusando de su posición, de su riqueza, de los resortes de la autoridad y del poder que para dirigir desde él a las masas les había sido entregado.
Joaquín COSTA: Oligarquía y caciquismo, colectivismo agrario y otros escritos, [Madrid, 1901], edición de 1969, Alianza Editorial, pp. 28-30.

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